La cruz es el símbolo elevado del servicio
sagrado, la dedicación de la propia vida al bienestar y salvación de los
semejantes. La cruz no es el símbolo del sacrificio del Hijo de Dios inocente
en sustitución de los pecadores culpables, ni para apaciguar la ira de un Dios
ofendido, pero permanece para siempre en la tierra y en todo el vasto universo,
como símbolo sagrado de los buenos que se autootorgan para los malos y que, al
hacer así, los salvan mediante esta misma devoción de amor. La cruz es el símbolo
de la forma más alta de servicio altruista, la devoción suprema del
otorgamiento pleno de una vida recta en el servicio de un ministerio
incondicionado, aun en la muerte, la muerte en la cruz. La presencia misma de
este gran símbolo de la vida autootorgadora de Jesús nos inspira verdaderamente
a todos nosotros a ir y hacer lo mismo.
Cuando los hombres y mujeres pensantes
contemplan a Jesús ofreciendo su vida en la cruz, ya no se atreverán a quejarse
nuevamente ni siquiera por los sufrimientos más grandes de la vida, y mucho
menos por las pequeñas dificultades o por sus muchas penas puramente ficticias.
Su vida fue tan gloriosa y su muerte tan triunfal que todos nos sentimos
atraídos a querer compartir ambas. Hay un verdadero poder de atracción en todo
el autootorgamiento de Micael, desde los días de su juventud hasta el
espectáculo sobrecogedor de su muerte en la cruz.
Aseguraos pues de que cuando contempléis la
cruz como revelación de Dios, no miréis con los ojos del hombre primitivo ni
con el punto de vista del bárbaro posterior, pues ambos consideraban a Dios
como un Soberano severo de dura justicia y rígida ley. Más bien aseguraos de
que veis en la cruz la manifestación final del amor y de la devoción de Jesús
en su misión de la vida en autootorgamiento a las razas mortales de su vasto
universo. Ved en la muerte del Hijo del Hombre la cumbre del amor divino del
Padre por sus hijos en las esferas de los mortales. La cruz retrata así la
devoción del afecto voluntarioso y el otorgamiento de salvación voluntaria
sobre los que están dispuestos a recibir estos dones y esta devoción. No hubo
nada en la cruz que el Padre solicitara —sólo lo que Jesús tan voluntariamente
dio, negándose a evitarlo.
Si el hombre no puede de otra manera apreciar
a Jesús y comprender el significado de su autootorgamiento en la tierra, por lo
menos puede comprender el compañerismo de sus sufrimientos mortales. Ningún
hombre debe temer nunca que el Creador no sepa la naturaleza o grado de sus
aflicciones temporales.
Sabemos que la muerte en la cruz no fue para
reconciliar al hombre con Dios sino para estimular al hombre a la comprensión
del amor eterno del Padre y de la misericordia sin fin de su Hijo, y para
difundir estas verdades universales a todo un universo.
El Libro de Urantia
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