El perseguimiento del ideal —la lucha por ser semejante a Dios— es un esfuerzo continuo antes y después de la muerte. La vida después de la muerte no es esencialmente distinta de la existencia mortal. Todo lo bueno que hagamos en esta vida contribuye directamente al enaltecimiento de la vida futura. La religión real no fomenta la indolencia moral ni la pereza espiritual al alentar la vana esperanza de recibir todas las virtudes de un carácter noble como resultado de cruzar las puertas de la muerte natural. La verdadera religión no menosprecia el esfuerzo humano por progresar durante el contrato mortal de la vida. Todo logro mortal en la vida material es una contribución directa al enriquecimiento de las primeras etapas de la experiencia de supervivencia inmortal.
Es fatal para el idealismo del mortal que se le enseñe que todos sus impulsos altruistas son meramente el desarrollo de sus instintos gregarios naturales. Pero el mortal se encuentra ennoblecido y poderosamente energizado cuando aprende que estos impulsos superiores de su alma emanan de las fuerzas espirituales que residen en su mente mortal.Eleva al mortal por encima y más allá de sí mismo el comprender plenamente que dentro de él vive y afana algo que es eterno y divino. Y así pues una fe viva en el origen superhumano de nuestros ideales valida nuestra creencia de que somos los hijos de Dios y hace reales nuestras convicciones altruistas, los sentimientos de la hermandad del hombre.El mortal, en su dominio espiritual, verdaderamente tiene una voluntad libre. El mortal no es un esclavo desamparado de la soberanía inflexible de un Dios todopoderoso ni la víctima de una fatalidad sin esperanzas dentro de un determinismo mecanicista cósmico. El hombre es en verdad el arquitecto de su propio destino eterno.
Tomado del Libro de Urantia
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